La forma de vida miró hacia la tierra y suspiró. La había visto crecer y evolucionar, llenarse de agua, ahogarse en humo, pero sobre todo, respirar. Lo sabía todo sobre ella, no tenía otra manera de pasar el tiempo y ya estaba acostumbrado a esa rutina. Le gustaba pararse desde su asiento de asteroides a ver cómo coqueteaba con el sol, y los planetas y los cometas se rendían ante aquella esfera perfecta. Tenía envidia de aquellos meteoritos que conseguían traspasar los muros de tierra y polvo y se instalaban allí para siempre.
Él se sentía demasiado solo como para describirlo únicamente con esa acepción. Miraba hacia el mundo con la mirada de los nostálgicos y entrecerraba los ojos mientras contenía un aliento de desgana. Quería conocer el mar; ver sus enormes olas, sentir el frío en sus ventosas, ver el color de las raíces y la pólvora, poder caminar por el oxígeno y explorar las entrañas de cada hemisferio. Pero lo que más quería en el mundo era enamorarse y ser amado.
Desde el punto de vista científico, el amor es una actividad cerebral en la cual intervienen varios aumentos de hormonas y cambios físiólogicos. El cerebro procesa las emociones y éstas envían descargas al corazón constantemente para que lata con más rapidez, y así comienza todo un proceso químico. En definitiva, los sentimientos son artificiales y creados por nuestro propio cuerpo.
El solitario habitante no pensaba en eso, al contrario, creía que el amor era un instinto natural y deseaba sentirlo con todas sus fuerzas. Ansiaba alguien que lo acompañara las largas noches de oscuridad y poder contarle que había visto morir a cada una de las estrellas que hay en el firmamento. Alguien con quien poder sobrevivir y poder explicarle el verdadero color del cielo. No sabía cuánto tiempo le quedaba ni por qué de su existencia, solo sabía que tenía sentimientos y deseaba materializarlos. Quería sentir y conocer la felicidad.
Una mañana en la cual estaba durmiendo, un estruendo lo despertó. Algo metálico aterrizó en la gravedad del planeta y lo dejó completamente desarmado. Su corazón comenzó a latir fuertemente y sus ojos estaban asombrados y agradecidos: un cohete soviético había caído justo a su lado, resplandeciente, pero con algunas partes dañadas. La forma de vida decidió que su ser iba a depender de ayudar a aquella especie de ángel que hablaba en un dialecto entrecortado que no entendía, pero que seguramente intentaba comunicarse con él. Sus colores distaban de ser como los suyos, pero no le importaba querer a alguien diferente. Sonrió y lo acarició. Era liso y de tacto áspero, aunque tampoco le supuso mucho rechazo. Ya tenía un motivo para vivir: salvarlo.